No le digan más “verdurita”, díganle hierbas gourmet
19/09/2007 - 12:00:00
Autor: Orlando Barone
Radio Continental

Hay una conspiración argentina más fantástica que la de la guerra de las galaxias, la de Al Qaeda, la del código Da Vinci y la del célebre libro “La conspiración de los idiotas”. Es la de la verdura. Sí, la verdura.
Y están involucrados en ella aquellas noches glaciares del agua nieve; la angurria de la soja que un día va a terminar comiéndose hasta a los agricultores; la codicia del verdulero que ahora quiere ser más rico que Alan Faena y que Eurnekian; la filantropía desatada de las góndolas de Coto y de Carrefur, o de las huertas naturistas cultivadas por chicas rubias vestidas de granjeras que fabrican verduras finas que vienen en estuche. También conspiran algunos rezongones carnívoros que nunca comieron verdura, pero que justo ahora quieren comer ensalada de rabanito y de endivias con toques de cebollines o si no, no comen.
Entonces el tomate, la papa, la lechuga y el perejil, que antiguamente se olvidaban en la heladera o en una bolsa hasta que les salía moho y había que tirarlos, empezaron a conspirar en las verdulerías y a convertirse en ingredientes de cocina gourmet solo al alcance de una elite gastronómica. O del controlador Moreno que es el único que consigue la verdura al precio de antes.
Analistas graduados en Harvard donde se gradúan los especialistas más humanitarios y piadosos; y periodistas académicos que se lustran entre sí en conciliábulos donde juegan a ser libres cuando no los ven las empresas, dejaron de atender asuntos de la alta política para dedicarse a considerar el aterrador avance del precio del zapallito y del brócoli.
Pensar que en lunfardo decir “verdurita” es nombrar algo sin valor: algo insignificante. Que decir “perejil” es decirle a un tipo bobo, otario, o que está tirado como un “perejil”. “Zanahoria” es lo mismo: melón, idiota. “Zapallo” es una cabeza grande como la de un extrarrestre. O como la de Duhalde o Badía. O Tinelli. A veces hueca. “Radicheta” se le decía a los radicales cuando todavía existían hasta en el Chaco. Es que antes se soñaba distinto. La gente soñaba con alguna langosta exótica que nunca comería; con un blinis de caviar de Esturión del mar Caspio, o con un costillar de ternero Brangus criado con pediatra y sicólogo y más tierno que la papilla para el recién nacido. Ya no: ahora la utopía es la ensalada. El tomate relleno. La papa a la española. El souflé de zapallito. Las setas salteadas en el wok. Los alcahuciles al infierno.
O las berenjenas de quinta silvestre con cama solar y toques de tomates confitados con eneldo.
Las verduras y hortalizas han alcanzado tal rango de amenaza en el presupuesto doméstico que ya hay gente que las pone en el rubro de artículos suntuarios junto a la crema antiarrugas y al preservativo de látex salvaje de Nepal, de la línea Versacce; y que los domingos en lugar de ravioles ahora sirve una fuente chica de ensalada como plato de lujo.
Pero no les haga caso a los agoreros. Que mientras lo asustan ellos comen a escondidas papas andinas, rúcula de aguas termales y borraja amalfitana. Dese el gusto. Y así como fue alguna vez a Cancum, alquiló una carpa en la Bristol, pagó la fiesta de casamiento de la nena, cambió el auto viejo o la camioneta de reparto, o instaló el inodoro donde antes había un agujero, cómase una ensalada completa y hasta agréguele hebras de queso provolone y finos hilos de cibolulette.
A los argentinos no nos van a correr con verdurita.